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Nacionales Galiza :: 12/07/2020

La intolerancia de Castelao con el fascismo

Montserrat Fajardo
La realidad es que, con lo único que fue Castelao profundamente intolerante, fue con el fascismo

El último exabrupto de la ultraderecha española consistió en llamar racista a Castelao. La estrategia no es nueva, la vemos cada día: en un intento de vaciar de contenido determinadas palabras, el fascista llama intolerante a quién le combate o el machista se declara víctima de la lucha del movimiento feminista. ¿Qué otra salida le queda a quien no ostenta la razón más que pervertir el lenguaje?

En uno de los debates televisivos de las autonómicas gallegas que se celebran este 12 de julio, el candidato de VOX por la provincia de Pontevedra empleó todo su tiempo en solicitar al resto que condenasen el acoso al que, según denunciaba, les estaban sometiendo los "cachorros" nacionalistas. Lo repitió en cada bloque y así
evitó exponer cuál era su postura en Sanidad, Economía, Educación, Cultura… Había que evitar el contraste de ideas, la confrontación ideológica entre derecha e izquierda, entre centralismo y autogobierno. Había que desviar la atención del programa electoral y para eso nada mejor que insultar a uno de los máximos representantes del nacionalismo gallego.

¿Qué más da si su pensamiento es sustancialmente antirracista? Castelao es molesto para el fascismo español porque siempre lo atacó con argumentos sólidos.

El filósofo e investigador estradense Xosé Carlos Garrido Couceiro, autor del libro "O pensamento de Castelao", explica que las teorías políticas del nacionalista gallego nacen como contrapunto a la homogénea mentalidad europea que consideraba que la diferencia era un defecto a subsanar, y por tanto a perseguir. Es, el de Castelao, un pensamiento anticolonial, antiimperialista y antirracista que le sitúa siempre del lado de los oprimidos ya sea por razón de raza, sexo, clase o identidad.

Como máximo exponente del nacionalismo galego, Castelao adopta una posición antagónica a la imperante: aboga por que todas las naciones puedan defender su idioma, su cultura y su autogobierno. Es un nacionalismo defensivo, no ofensivo. Un nacionalismo de reafirmación que desde el reconocimiento de su propia identidad se alinea con la lucha de otros pueblos oprimidos como el kurdo, el saharaui o el palestino.

Desde esa posición, explica Garrido, el rianxeiro será siempre enemigo de una ultraderecha que entiende que ser español no significa nacer en un territorio determinado sino tener una misión en el mundo: dominarlo, cristianizarlo. Para él, la xenofobia reside, precisamente, en ese imperialismo que demoniza al diferente y le quiere imponer una cultura, un idioma y una toma de decisiones exógena. Que entiende por inclusión hacer desaparecer dentro de su propia estructura la idiosincrasia del otro.

Pero la realidad es que, con lo único que fue Castelao profundamente intolerante, fue con el fascismo. Desde que se produce el golpe de Estado y hasta su fallecimiento en el exilio bonaerense en enero de 1950, jamás hizo concesión alguna ni al franquismo ni a sus símbolos, y se negaba a participar en cualquier acto presidido por la bandera "de pus y sangre" como se llamaba en el exilio gallego a la sustituta de la tricolor. A esa bandera que hoy sigue enarbolando como arma de opresión una ultraderecha que ve representada en ella su ideología y, al contrario de lo que ocurre en otros países europeos, no recurre a la esvástica como símbolo.

Una derecha que califica de intolerante y excluyente al nacionalismo gallego, catalán o vasco con la misma desfachatez con la que denomina inclusión a su intento de borrar la identidad de las distintas nacionalidades. Hablar español en Galicia es una obligación, hablar el idioma propio, como el euskera en Euskadi o el catalán en Catalunya, es una imposición intolerable, un ataque al resto de la humanidad. Desde su imperialista mentalidad, obligar a quedarse es incluir mientras que decidir autogobernarse te convierte en un nacionalismo excluyente.

Es esa misma ultraderecha que defiende inhumanas políticas de inmigración, la que llama racista a Castelao.

A un Castelao que, en septiembre de 1938, dentro de la gira que él y su mujer, Virginia Pereira, realizaron por USA en busca de apoyos para una República en guerra, viajó hasta la cuenca minera del Oeste de Virginia y en la puerta de un bar de comidas se encontró un letrero en el que se podía leer "White only": sólo blancos; y según él mismo explicó, desde ese momento se consideró, para siempre, "irmán dos negros": hermano de los negros. Tanto que en 1939 fue nombrado presidente honorario de la Federación Internacional de Sociedades Negras de Nueva York, y en múltiples láminas dejó reflejadas tanto la alegría de los negros de Cuba como el desamparo de los negros de Nueva York.

Pero las palabras se desvirtúan y términos como intolerancia, nacidos para denunciar la opresión del fuerte sobre el débil, dejan de proteger a las minorías y se convierten en arma arrojadiza del opresor. ¿Quién imaginó que el delito de odio se iba a emplear para perseguir una movilización contra, por ejemplo, la monarquía que no tiene nada de minoría oprimida? El lenguaje no es inocente y el fascismo pretende utilizarlo para disfrazarse de víctima y que no veamos su faz de opresor. La mejor manera de combatirlo es no caer en sus maniobras de despiste y defender el discurso político, el debate ideológico entre opciones democráticas plurales.

Cuando en aquel debate televisivo, el representante de la ultraderecha exigió que se condenase los ataques antidemocráticos que su formación sufría, el candidato nacionalista, el parlamentario pontevedrés Luís Bará, le contestó que el mayor ataque a la democracia era permitir que un partido racista, fascista, machista y antigallego, sin representación alguna en un Parlamento autonómico que quería eliminar, estuviese participando en un debate emitido por la televisión pública. Porque, como siempre defendió Castelao, con el fascismo no se dialoga, al fascismo se le combate. Y por eso, es probable, que al rianxeiro le hiciese sentirse orgulloso el hecho de que, setenta años después de su muerte, la nueva ultraderecha le reconozca como enemigo.

 

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